Doblando la esquina de la calle Los Acres me encontré con Virgilio Laur mi asistente, mi amigo o mi amiga no sé (mi único amigo). Virgilio era el asistente que cualquier jefe quisiera tener, él manda a lavar mi uniforme, lo recoge y me lo lleva a mi casa todos los días. El muy mariconsuelo estaba de camino a mi casa con lo mismo de siempre: Una botella de mi agua mineral preferida, mi uniforme y una sonrisa de oreja a oreja.
Después de que había estado flipando por lo menos media hora, no se me quitaba la idea, esa idea que trasformaba, esa idea que no me dejaba trabajar tranquilo.
Caminábamos calle abajo hacia el trabajo y de repente veo a Gabrila a lo lejos que venía calle arriba con quien ahora era su nuevo esposo, un tal Benjamín de la Rua, un banquero hijo de banquero y nieto de banqueros. Preferí esquivar la mirada y ponerme atras de Virgilio, mi asistente y mi escondite perfecto en ese momento, para evitar que me viese y que tenga la obligación incómoda de saludarme y yo de saludarla. Ay, Virgilio, qué sería de mí sin tu cuerpo robusto que también sirve de escondite en casos de emergencia o de pánico escénico.