Estoy atrapado en Escaldes, no es la primera vez que estoy atrapado en una ciudad lejana a mi país de origen e intuyo con vaticinio ancestral que no será la última. Ya he perpetuado todas mis obligaciones en este pequeño país en el medio de los Pirineos, entre los Pirineos franceses y los Pirineos catalanes, y digo catalanes y no españoles porque Cataluña es un país, digan lo que digan Cataluña es un país aparte y no tienen nada que ver con España, que a su vez, es un país que me parece mediocre y eternamente empobrecido.
La noche transcurre con normalidad en el casco antiguo de Escaldes, es invierno y como es natural, hace frío extremo, glacial, un frío polar que cala en lo más profundo de mis huesos y no aguanto. Quiero regresar al calor y a la humedad de mi país de origen. Hace tanto frío aquí, en el barrio antiguo de Escaldes, que no me queda más remedio que hibernar como una marmota o como un murciélago o como un oso. Naturalmente siempre tengo frío, ya sea en verano, incluso en los días caniculares de agosto, donde el calor es abrasador y en esta casa de madera aún más. En invierno, como debe de suponerse, me muero de frío, y digo que me muero de frío porque de verdad quisiera morirme para no sentir frío. Estoy atrapado en una casa vieja, de no menos de cien años de construida, en el barrio antiguo de Escaldes, En los Pirineos occidentales.
Mientras intento escribir, porque siento que siempre he sido escritor, imagino cuál será el próximo capítulo qué escribiré o qué mentira bien intencionada publicaré próximamente o qué anécdota de mi vida privada expondré a la luz. Reviso como de costumbre mi bandeja de entrada y he recibo un correo electrónico de mi madre, que vive en mi país de origen, que dice así: "Hola, hijito. Tu papi se ha comprado una casa de un millón de dólares en La Punta, dile que yo digo que te compre una a ti también, para que te vuelvas de una puñetera vez y dejes de vivir solo, como un ermitaño–No se equivoca, vivo así por puro gusto o más bien por puro disgusto–en ese país del orto. Espero me hagas caso, hijo. Un beso, mamá."
Es martes y es invierno y hace frío gélido y seco en Escaldes, estoy atrapado, amordazado por un sistema que solo te lleva al consumismo frenético en este pequeño pueblo en en las montañas, por eso he decido con ahínco, que será mejor que no salga de casa en lo que resta del año y hasta el fin del primer trimestre del año que viene. Lo hago porque como debe ser de conocimiento público y popular, soy exageradamente friolento, definiría que el frío que yo siento es exagerado para otras personas que están a mi alrededor y a la misma temperatura que yo. Es un tipo de frío que solo yo siento y que resulta cómico, y a veces inexistente para los demás (yo lo siento y es lo que importa). No saldré de casa para evitar el frío inclemente que me azota, al parecer solo a mí, y, porque me gusta disfrutar de la vida familiar, me gusta estar siempre en casa, rodeado de mi esposa S y de nuestra hija Emma, y, como tengo una relación promiscua con el frío, sé que la mejor opción en este invierno carcelario que me toca vivir en este pequeño pueblo en las montañas, es quedarme en casa, sin salir, pidiendo delivery desenfrenadamente, leyendo los libros que me quedan por leer, escribiendo los capítulos que me quedan por escribir, cocinando los platillos favoritos de mi esposa S y nuestra pequeña Emma, comiendo olivada de arbequina como si no existiera un mañana, tomando vino y comiendo jamón todas las tardes después des almuerzo pseudo saludable que preparo con vegetales frescos y quinua (siempre tan rica y nutritiva), comiendo queso Brie como un famélico adicto a los lácteos franceses y engordando como una nutria con problema de tiroides.
No puedo regresar al Perú porque no tengo a donde llegar, o porque mis estándares de vivienda auto impuestos, no me lo permiten. Me he acostumbrando a vivir de una manera sosegada, distante, en un mundo utópico, todo esto dentro de mi cabeza. No puedo volver a Lima porque además de no tener un lugar ideal para vivir, los vuelos internacionales entre Europa y Perú están cancelados indefinidamente. Estoy atrapado, estoy secuestrado por el destino y sus casualidades. El azar o la diosa fortuna me tienen subyugado a esto que llamamos la vida, que al final no es más que un suceso intempestivo de cosas que pasan, eventos que suceden sin querer y que nos conducen a través de un serpentín de golpes, caídas y eventos desafortunados de los cuales uno nunca logra recuperarse del todo.
Sentado en el living de la casa vieja y antigua y enmohecida en la que habito en el barrio antiguo de Escaldes, recuerdo la vez que estuve atrapado en otra ciudad. Era mayo y tenía que tomar un vuelo desde Arequipa hasta Lima, todo esto por el día de la madre. Yo no celebro el día de la madre porque no soy madre y mi madre no celebra tan ridícula fecha. Estoy obligado a ir a saludar a mi ex suegra.
Yo, que detesto subir a los aviones, tenía que hacer un viaje corto de menos de tres horas, y debía presentarme en el aeropuerto, que parece más bien una estación de buses, a las seis de la tarde, ni un minuto más tarde. Mi ex novia y ex amante Shoshana me esperaba ansiosa, con aires de diva, con tres maletas llenas de manjar blanco, lo que los argentinos conocemos como dulce de leche, alfajores, dos docenas de guargüeros, cuatro telares bordados a manos por nativas de una comunidad en las alturas de la sierra arequipeña, diez quesos olorosos y diez botellas de anís Najar, para mi ex suegra, que siempre tiene el aliento alicorado y un tanto con olor a órganos muertos, por ejemplo el hígado. Estoy saliendo de la casa de campo que comparto con unos amigos, a una hora en carretera de trocha, del aeropuerto. Llevo quince minutos manejando en una carretera rural, llena de piedras y de baches que hacen que me duela la parte baja del cuerpo, mis partes nobles, cuando de un momento a otro siento que el coche trastabilló y nos elevamos por unos segundo y volvimos a caer en seco, y el coche paró la marcha. Bajé, apurado y molesto porque tenía menos tiempo cada vez, y reviso el coche por la parte del capó, no hay nada, reviso la parte del maletero y, por la experiencia agraria y ganadera de vivir un año en las montañas arequipeñas, me doy cuenta que había arrollado a una cría de oveja, no muy grande, casi del mismo tamaño que un caniche.
–¡Me cago en todo!–me van a matar–sentencio–. Shoshana me va a matar si llego tarde al aeropuerto y los characatos lo harán por atropellar a una oveja caniche. El vuelo despegaba en menos de cuarenta minutos. Desesperado y sin que nadie me vea, cercioré que el animal estuviese muerto o al menos camino a una muerte inminente, lo deposité en la maletero del auto y continué la marcha a toda prisa para llegar al aeropuerto antes de que se vaya el vuelo y antes que Shoshana se moleste conmigo. Llego, estaciono el auto, que se quedará en el estacionamiento del aeropuerto un par de días, bajo y entro al counter y la veo con tanta pose de diva con sus maletas llenas de productos regionales y licores fortísimos para mi ex suegra avinagrada, que prefiero saludar y ponerme a lado de ella para esperar que nos llamen para embarcar.
–¿Por qué te has demorado tanto?–pregunta.
–Tuve un percance con las ruedas del auto y paré en una llantería en Sabandía–miento con aplomo y con profesionalismo–.
–Bueno, está bien, estoy emocionada por ver a mi madre, hace meses que no la veo y quiero darle una sorpresa–la sorpresa la tengo yo, dentro del maletero del auto, pienso-.
Tomo unos somníferos y pido varias copas de vino en el salón vip, antes de embarcar y espero que hagan efecto.
Durante el vuelo que dura dos horas aproximadamente, tengo terribles pesadillas y siento mucho frío, más de lo habitual, tal vez el alma en pena de la cría de oveja caniche que he atropellado y he ayudado a morir dentro del maletero de mi auto, me está atormentando, así que cuando estoy a punto de despertar y vuelvo a la realidad no me queda de otra que confesarle a Shoshana mi terrible desventura con la cría de oveja caniche.
–Shosh, tengo que decirte algo–estoy re nervioso, por las pesadillas y por las pastillas, que han hecho efecto contrario–.
–¿Dime?–pregunta en un tono seco, aburrido, porque está leyendo una revista de modas, esas que vienen en el avión.
–He atropellado a una cría de oveja. Creo que está muerta y está en el maletero del auto en el estacionamiento del aeropuerto.
–¡Qué dices! ¡Estás loco! ¿Me estás hueveando, no?
–¡No te lo puedo creer, eres un reverendo huevón!
–Lo sé y lo siento–me disculpo pero no lo siento de verdad–.
–Cuando volvamos a Arequipa nos van a arrestar por tener un cadáver de oveja caniche en el maletero–se lamenta–. Y te van a denunciar por maltrato animal y secuestro y asesinato.
Los somníferos, el vino y un par de caladas de un porro en la puerta del aeropuerto, han hecho efecto y en efecto he quedado profundamente dormido a escasos minutos de aterrizar.
Cuando despierto, estamos de vuelta en el vuelo hacia Arequipa. Han pasado dos días y no recuerdo nada y ya me he olvidado de mi ex suegra avinagrada y macerada y del cadáver de la oveja caniche que dejé dentro del maletero de mi auto en el estacionamiento del aeropuerto. Parece que Shoshana también lo ha olvidado porque después de aterrizar y pasar los controles aduaneros, nos dirigimos al parking y pide que abra el maletero para guardar las tres maletas que trae cargadas desde Lima con comida congelada y productos que sólo se encuentran en la capital del Perú.
–Abre la maletero, por favor. Estoy re cansada, solo quiero llegar a casa– Me dice con una voz un poco fastidiada por el viaje de dos horas.
–Dale, ya está. ¡Abre!
–¡Me cago en Dios! ¡Qué mierda hace este animal muerto en el maletero!
Ha gritado tan fuerte que el guardia de seguridad, un hombre andino, de menos de un metro y medio, se acerca y le pregunta si todo está bien, mete la cabeza al maletero y grita igual que ella: "Conchsesumare', señorita, qué hace esto acá, tengo que llamar a mi superior, esto es un crimen animal", ambos me miran como si supieran que yo atropellé a esa cría de oveja caniche hace dos días atrás.
–¡Huele a mierda!–Digo, haciéndome el consternado y le pregunto al segurata con tono pícaro: "Amigo, ¿Crees que habrá manera de solucionar este pequeño impasse? Tal vez, pueda darte unos viáticos generosos para estos días, tal vez te puedo enviar a ti y a tu familia a visitar el Santuario de la Virgen de Chapi"
–Uy, no, mi estimado señor, ¿Cómo se llama usted?– me pregunta,–Sadoc, Martín Sadoc–le respondo.
–Mire mi estimado señor Sadoc, yo soy un guardia insobornable, totalmente íntegro y muy pío, así que tendré que llamar a mi superior para que le levanten un acta por asesinato animal en agravio de la pobre oveja caniche.
–Pues no me parece, no me parece que usted tenga que llamar a un cuarto para solucionar esto, nosotros acabamos de llegar de Lima y estamos muy ocupados para perder el tiempo con esto. Este cadáver no lo conozco, no sé que hace aquí dentro, seguro lo puso alguien, algún bromista chacarero– miento porque estoy asustado y porque he olvidado que yo puse a la pequeña oveja semi muerta en el maletero para no llegar tarde al aeropuerto.
–Además, yo soy superintendente del servicio de inteligencia regional, ya es mucho que sepa mi nombre y mi apellido, así que con su permiso, señor oficial (le digo oficial, para que se sienta con autoridad) o sin su permiso me paso a retirar que tengo que dar un informe a mis superiores.
Enciendo el auto, Shoshana está en el asiento del copiloto y las tres maletas acomodadas en los asientos traseros, cuando me dispongo a salir del estacionamiento, el pequeño pseudo oficial segurata del aeropuerto hace una señal y de pronto, dos patrulleros, perfectamente nuevos se acercan desde atrás y por el altavoz me gritan: "Alto ahí, señor Sadoc".
Piso el acelerador, derribo la vaya de seguridad y emprendo la huída, sin saber a donde voy, porque intuyo que ya saben que vivo en el pueblo de Characato, a una hora del centro de la ciudad. En el camino, intento, torpemente, de deshacerme del cuerpo del delito, o del cuerpo de Benito, porque así he bautizado a la oveja caniche que murió gracias a mí y a mi mala suerte con los autos.
Es de noche, no sé si la policía o el inspector oficial segurata de metro y medio del aeropuerto me buscan. He tirado el cuerpo de Benito a una chacra, así, imagino, que los cóndores se lo comerán al amanecer. Llegamos a casa después de dar vueltas más de cinco horas, debido a la paranoia que se apoderó de mí. Dejamos las cosas, escondo el auto debajo de una lona negra, un poco gastada y tomo lo que me quedan de somníferos, fumo un cigarro de marihuana y caigo profundamente dormido.
Al despertar muy temprano en la mañana parece que he olvidado que ayer maté a una oveja caniche y salgo a comprar el pan, como es habitual, voy al horno de piedra que es comunal y cada uno puede llevar su pan y hornearlo, pero yo no llevo pan para hornear, yo llevo dinero para comprar el pan in situ. Saludo a los locales como de costumbre y hablo con Benigno, el panadero de confianza que siempre me vende el pan caliente. Cuando de pronto escucho que alguien alza la voz y grita: "Benigno, atrapa a ese rufián, él es el que se ha llevado a Benito, lo ha matado, lo ha guardado en su maletero dos días y luego te lo ha tirado en tu chacra"–me cago en Dios–pienso y salgo corriendo.
–¡No se vaya señor Sadoc!–grita Benigno.
–¡No se vaya, no sea cobarde!–grita el pseudo oficial de metro y medio.